El pasado jueves 14 se cumplió un año del desastre de BP en el Golfo de México. Si bien la ola mediática ya pasó, la ola de crudo y contaminación sigue allí. Querámoslo o no, nadie sabe a ciencia cierta cuáles serán las consecuencias de dicho derrame ni quiénes finalmente vivirán las secuelas de acciones y decisiones tomadas en el pasado y hoy.
Hace cinco semanas Japón se sumergió en el dolor y la incertidumbre tras ser azotado por un terremoto y maremoto. Sin embargo, la tragedia no terminó allí. La planta nuclear de Fukushima colapsó ante el desastre y digan lo que digan los expertos y autoridades para tranquilizarnos, perdimos totalmente el control de la situación. Los niveles de radiación en la zona son alarmantes y se extienden a inciertas localidades y geografías. Sabemos que las consecuencias no serán sólo locales, pero desconocemos su posible magnitud. Hace poco, el gobierno nipón subió el nivel de alerta a 7, el mismo alcanzado por el desastre de Chernobyl.
Mientras tanto, en Chile, poco falta para que se termine de tomar una decisión fundamental para nuestro país (de la cual la mayoría de los chilenos y chilenas no seremos parte). En las próximas semanas no sólo se decidirá el futuro de una remota zona en el sur de Chile en la Patagonia y el futuro de nuestra matriz energética, sino que se tomarán decisiones importantes respecto del modelo de desarrollo que seguirá nuestro país.
Decisiones como las relativas a HidroAysén importan. Importan, porque no es sólo un proyecto energético, es una controversia. Les guste a los desarrolladores o no, este proyecto genera controversia y no existe un consenso entre nosotros respecto a realizarlo o no. Cuando decisiones como esta se toman autoritariamente, sin ningún tipo de consulta, no sólo están en juego “políticas públicas” y “decisiones técnicas”. Están en juego decisiones respecto a cómo nos ponemos de acuerdo y cuánta voz queremos darle a la ciudadanía.
Creemos relevante mencionar que las controversias en torno a las grandes represas no son, ni han sido, menores en el mundo. Ha sido tanto el ruido generado y el nivel de conflictividad que el Banco Mundial y la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) patrocinaron la realización de talleres en Gland (Suiza, 1997), sentando a todos los interesados a la misma mesa. Lo anterior dio paso a la creación, en mayo de 1998, de la World Commission on Dams (WCD).
Esta Comisión, cuyo mandato duraba dos años, llevó a cabo una de las evaluaciones más completas y comprensivas de los grandes embalses, sentando en la misma mesa a miembros del gobierno, la academia, la industria y la sociedad civil. Uno de los productos generados fue un marco para la toma de decisiones respecto de grandes embalses, basado en el reconocimiento de los derechos y la consideración de los riesgos de todas las partes interesadas.
Este marco dicta criterios básicos a la hora de tomar decisiones en torno a mega intervenciones como la de la Patagonia (ver lista más abajo). Basta echarle un vistazo a la lista y simplemente observamos cómo, en nuestro caso, prácticamente no se cumple ninguno (partiendo porque en Chile no hay una política energética). Es más, a la luz de nuestra política ambiental y energética, los principios para la toma de decisión de la WCD parecen incluso un chiste de mal gusto. ¿Cuándo ha habido en Chile una evaluación participativa y consensuada de las alternativas energéticas disponibles, de los proyectos existentes y de los posibles pasos a seguir? ¿En qué caso podemos decir que todas las partes interesadas han sido consultadas y su opinión considerada en la toma de decisiones? ¿De qué manera nuestra institucionalidad da espacio para este tipo de procedimientos? Basta pensar que los proyectos son evaluados por representantes del Ejecutivo (los SEREMIS) en las regiones; que las autoridades, y más importante aún, los representantes locales nada tienen que decir al respecto; y que en general en Chile se ha seguido una lógica productiva que impone a las regiones y localidades un modelo basado en las necesidades “nacionales” (o de un pequeño grupo privilegiado ubicado en el centro del país) por sobre las locales.
Y podemos seguir con los ejemplos que llenan esta triste lista… Cabe destacar, por ejemplo, que el proyecto de HidroAysén ingresó al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) bajo la antigua institucionalidad ambiental, es decir, pudo ser fraccionado en dos, cuando el sentido común nos dice que de nada sirve una represa sin su respectiva línea de transmisión. Pero bueno, al menos en la nueva institucionalidad ambiental esto está en parte solucionado. Sin embargo, la lógica del SEIA sigue allí, intacta. Al final del día, es un sistema que está diseñado para aprobar los proyectos, con modificaciones y mejoras en el camino, pero aprobarlos al fin y al cabo. La ciudadanía aporta al proyecto casi a modo de asesoría gratuita a la empresa, ya que sus observaciones jamás son vinculantes ni realmente tomadas en cuenta ante la posibilidad de no ejecutar el proyecto.
Cabe recordar en este punto también que los Estudios de Impacto Ambiental (EIA) son realizados por la misma empresa que busca instalarse con un proyecto. Si bien el argumento de que esto es eficiente, ya que así el Estado no debe correr con esos gastos, puede parecer interesante y sugerente en principio, también el sentido común dicta que evaluado y evaluador deben ser cosas distintas. Perfecto que sean los privados quienes financien sus EIA, pero a través de un fondo al que se le adjudican los recursos y es el Estado (en su rol de regulador) quien designa al encargado de evaluar a la empresa. Hay formas muchísimo más inteligentes y transparentes de llevar adelante procesos de este tipo, sobre todo cuando hay voluntad política de efectivamente evaluar ambientalmente los proyectos.
Así las cosas, en Chile se están tomando decisiones cruciales, donde la incertidumbre y el riesgo son relevantes. Si bien HidroAysén no es, en apariencia, lo mismo que el crudo en el Golfo de México o un reactor nuclear en la lejana isla japonesa, nos estamos jugando las cartas de manera similar en este caso.
Hay una serie de riesgos a considerar en cualquier mega intervención y sobre todo en esta, donde sabemos que paso a paso los servicios públicos a cargo de evaluar el proyecto fueron haciendo la vista gorda. Si la evaluación de impacto ambiental es una prueba que el “alumno HidroAysén” tiene que pasar, la verdad es que a estas alturas es como si el profesor le hubiera pasado las preguntas de la prueba el día anterior al alumno para que estuviera preparado. Peor aún, al alumno le tenían barra, así que además lo dejaron elegir qué preguntas contestar.
En la controversia por la Patagonia hay riesgos, incertidumbre y democracia de por medio. El problema es que lamentablemente algunas voces tienen mucho más espacio que otras. La de la Patagonia es una batalla tan importante, porque quienes concentran el poder en nuestro país hoy saben que ganarla implica muchísimo más que una represa más o menos, que unos millones de dólares más o menos. La batalla de la Patagonia sería una gran victoria para la ciudadanía de ser ganada. Ojalá así sea, pero de todos modos, y pase lo que pase, esta es sólo una batalla y no la guerra.
Por Colombina Schaeffer y Leonardo Valenzuela
ANEXO